martes, 12 de julio de 2011

Doc Pomus

Si alguna vez el lector ha llegado a sentir que una canción puede salvarle la vida, tal vez, tenga empatía a Doc Pomus. Su música es la música de un sueño con el que trasladarse a otro mundo, un sueño primario, original, humano, que nace del amor incondicional a los sonidos de la calle. Siempre dependiente de sus muletas o su silla de ruedas, Pomus componía para soñar que desgastaba sus zapatos en la pista de baile, para ganarse el corazón de la mujer que nunca le miraba o para expresar sus anhelos mientras el mundo le pasaba por encima. Basta escuchar ‘Save the last dance for me’ o ‘Lonely Avenue’, para darse cuenta que su mejor música guardaba el secreto de cambiar una vida.

Con todo, es uno de los grandes nombres olvidados de la historia de la música popular. A pesar de dejar al mundo un legado glorioso de composiciones, no recibió ninguna recompensa. Como los jinetes que salvan la vida de los pueblos para luego morir en el anonimato, este músico, nacido en Brooklyn, vio como se apagaba su vida lejos del éxito, fuera de cualquier círculo mediático y comercial, sin apenas dinero, olvidado por la memoria colectiva. Pero fue un auténtico superviviente, tanto en la vida real como en la artística, un hombre de palabra atravesado por la flecha de la música.

La polio, que contrajo a los seis años, marcó su infancia. Tal y como se recoge en su biografía “Lonely Avenue”, escrita por Alex Halberstadt, aquel niño enfermo, que pronto tuvo que sujetarse con unas muletas para andar, soñaba con ser algún día el campeón de los pesos pesados de boxeo en la inexistente categoría “con muletas”. Quería ser lo que su padre llamaba “un hombre entre hombres”, un tipo hecho a sí mismo, capaz de alcanzar sus metas. Por eso, más de una vez hacía por correr con el resto de chavales y caía al suelo aparatosamente con sus sujeciones metálicas. No quería la compasión, pero, ciertamente, su incapacidad podía más que su propósito. Hasta que la música le dio alas. Al barrio judío de Willamsburg, donde vivía, llegaban los ecos del jazz y el blues que hacían hervir Manhattan en los años cuarenta. Pomus (de nombre original Jerome), que devoraba libros que le hacían viajar a otros mundos, encontró en esos sonidos el motor de su vida. Sentado en la cama, aprendió a tocar el clarinete, el saxofón y, más tarde en el colegio, el piano.

A partir de entonces, cuando podía se escapaba con sus amigos a los clubes del Village o a visitar los sótanos de las tiendas de discos. Supo que quería dedicar su vida a la causa cuando compró el disco “Big Joe Turner & His Fly Cats”. Aquello le elevó del suelo. El ritmo negro originario se convirtió en su obsesión. Poco después, con el nombre artístico de Doc Pomus (no quería que sus padres se avergonzasen al ser músico) entró a tocar como bluesman blanco en George’ Tarvern. Se ganó una reputación en el circuito y, casi sin darse cuenta, acabó convirtiéndose en el saxofonista del propio Big Joe Tuner. De Turner, descubierto por el gran John Hammond (padrino de gente como Billie Holliday o Bob Dylan) y erigido como una figura destacada del R&B de los cincuenta, Pomus aprendió a captar el sentimiento negro, ese rasgo visceral tan genuino. Durante años, se concentró en componer y componer, forjándose en la vibrante noche del Village, hasta que en su camino se cruzó un joven pianista llamado Mort Shuman. Como se cuenta en libro “Always magic in the air”, del musicólogo Ken Emerson, cuando Pomus conoció en 1955 a Shuman, formado en un conservatorio, captó su talento y se hizo su mentor, insistiendo mucho en educarle en el R&B y en el ambiente callejero. Ambos formaron una pareja de compositores irrepetible. Pomus a las letras, Shuman al piano.

De su paso por el Brill Building, el legendario edificio del 1650 de Broadway, dejaron una colección asombrosa de canciones a partir de 1959. Impulsaron lo que en la época se conoció como el Brill Building sound, el sonido que llenó los radiales de finales de los 50 y los 60 con pop estiloso y mestizo, añadiendo ecos del jazz y la música clásica europea, matices de los ritmos latinos y, sobre todo, desarrollando un amor declarado por el fascinante cancionero afroamericano. Como el rock’n’roll de la primera ola, era puro sonido popular de metrópoli, hecho por gente joven de la calle para la calle. Sus composiciones funcionaron como elemento integrador, mezclando sonidos, en este caso propios de una ciudad multicultural como Nueva York. ‘Lonely Avenue’ rompió moldes en la hipnótica interpretación de Ray Charles, que la hizo suya por hablar de la discriminación. ‘This magic moment’ y ‘Save the last dance for me’, bajo la batuta de los magníficos The Drifters, salpicaban a raudales dignidad y elegancia al tiempo que coqueteaban con los ritmos afrocubanos y puertorriqueños. La pareja, hombres orquesta en la sombra, tan esenciales en aquellos años, fueron parte de la banda sonora de la edad dorada del pop, de la generación del “baby boom” y el Nueva York de postal.

Con arreglos magistrales, lenguaje familiar y temática cotidiana, sus decenas de canciones conectaban con el comportamiento y costumbres de la incipiente cultura juvenil, de los nuevos hombres y mujeres urbanos, que, como afirma el historiador Eric Hobsbawn en “Historia del siglo XX”, lideraron la revolución cultural al romper “a velocidad de rayo” con las estructuras sociales del pasado. La música de Pomus y compañía era el puente entre el primer rock y la llegada de la Invasión Británica de los Beatles. De hecho, Pomus y Shuman llegaron a componer 16 temas para Elvis Presley, al que Pomus nunca conoció en persona aunque sí habló con él por teléfono. Como máximo representante de esa cultura, Elvis simbolizaba para Pomus una meta personal. Un día se acercó a su hotel y, a última hora, el Coronel Parker le prohibió subir a su habitación. Con sus muletas a cuestas, tal y como solía contar, se fue con el corazón en pedazos.

Y, a decir verdad, era todo corazón. En su apartamento de la calle 72 Oeste, donde siempre había pilas de discos por todas partes y un órgano para componer a cualquier hora, eran normales las fiestas y las visitas de todo tipo. Incluso cuando se retiró después del cierre del Brill Building y hallarse en la peor época de su vida. Tras un accidente en el que perdió más movilidad, su esposa le abandonó y Shuman se marchó a París. Solo a finales de los setenta volvió a ser reivindicado por gente como Dr. John. Pero Pomus, el músico más querido de la Gran Manzana por sus compañeros y vecinos, sobrevivió desde entonces como cantante de garitos y compositor en segundo plano, sufriendo su parálisis, dependiendo de la amabilidad de los taxistas para bajar a su Village, encerrado en su casa con sus discos, soñando con ser el campeón de los pesos pesados del blues. Así fue hasta su muerte en 1991, postrado en una cama de hospital, como un gigante en el ostracismo. Después, Lou Reed le dedicó su álbum “Magic and loss”. Y entonces el nombre de Doc Pomus empezó a conocerse un poco más, no mucho.

¿Pero qué había hecho ese tal Doc Pomus? Había creado centenares de canciones con el gen de la esperanza, con el horizonte del mejor rock, pop y blues. Obras maestras con patrimonio humano irrenunciable, como ‘Save the last dance for me’, compuesta cuando estaba sentado en su silla de ruedas y su mujer bailaba con otro hombre en una fiesta. Solitario y consciente, ajeno al jolgorio, a miles de kilómetros de la realidad, como un fugaz cometa en mitad de un firmamento, Pomus escribió los primeros versos de ‘Save the last dance for me’ en una servilleta. La música estaba en su corazón. Aquel hombre entre hombres componía para salvarse. Y, amigo, eso era tener la llave del universo, y todo lo demás, para él supongo, y para el oyente, era y es silencio.


6 comentarios:

Esther dijo...

No conocía a Doc Pomus pero sí había escuchado estos temas de los vídeos sin saber que le pertenecían. Muy buenos, hoy los he escuchado con más atención.

Saludos!

Anónimo dijo...

Son temas intemporales, como sus canciones, una lástima el triste final que tuvo.

JODIDOS (la minina y el sietemesino) dijo...

Hola, Gato.
Por aquí ando ilustrándome pues, idénticamente a Esther, yo también ignoraba (ciertos desconocimientos deberían ser considarados como pecado) la existencia de este músico.

Un saludo.

Sirgatopardo dijo...

Es que hay tantos que uno no para de descubrir.

jose dijo...

Triste historia para uno de los mas grandes compositores.

Anónimo dijo...

Con la SGAE no le hubiese ocurrido...